–¡Roman, vas a llegar tarde a la iglesia!
–gritaba mi abuela desde el corral donde lavaba la ropa.
Durante años, todos los veranos, la misma
escena: si quieres pasar aquí tus vacaciones, decía, debes dar algo a cambio. Y
me obligaba a ayudar a Don Pedro, el sacerdote, todos los domingos.
¿Os imagináis la cara de mis amigos cuando
me veían pasar la bandeja de los donativos? Solo venían a misa para verme y
reírse de mí; yo aún puedo recordar su muecas de burla y sus risas contenidas mientras
yo, abatido, bajaba mi mirada al suelo para no verlos y seguía arrastrándome
entre los bancos.
A pesar de eso, todos los domingos me dirigía hacia
aquella vieja iglesia perseguido por mi abuela. Qué divertido era hacerle
rabiar, decirle que aquel domingo no pensaba
moverme de la piscina que mis
padres me habían instalado. Entonces ella dejaba de lavar la ropa, me miraba
con el ceño fruncido y los brazos en jarra, se quitaba una de esas zapatillas
que llevan todas las abuelas con el agujero para el juanete y me amenazaba con
ella en alto. Al verla así, yo salía disparado a la calle desternillándome de
la risa y no paraba hasta tropezar con Don Pedro.
Una vez dentro, entre aquellas paredes de
piedra fría, me calmaba y recuperaba el aliento, encendiendo el incienso y
arrugando la nariz para que su olor me penetrara hasta las entrañas. ¡Algo
bueno tenía que tener hacer de monaguillo!
Pero lo que más me gustaba, sin duda, era el sonido de los dos enormes
portones de madera al cerrarse, dejando la iglesia en completo silencio hasta
el domingo siguiente. Todavía con el eco rezumbando en mis oídos, yo me giraba
hacia mis amigos, que me esperaban impacientes para ir a jugar, con una
reluciente sonrisa en la cara.
Para mí, ir al catecismo significaba una tortura: debía dejar de jugar a la pelota con todos mis amigos para ir a casa a lavarme y a cambiarme. Entre rezongos hacía la tarea, para luego ir a la Iglesia. Allí, me esperaba la catequista, con su examen del día y las consiguientes nuevas líneas que debía memorizar para la próxima visita. Yo siempre le requería unas líneas de más, con oculta intención de dar cuenta enseguida al texto y no tener que estudiar más.
ResponderEliminarPara el 8 de diciembre estrené el traje color canela con moño blanco y la catequista hasta se sacó una fotografía conmigo. Le decía a mi madre lo aplicado que era, su mejor discípulo. Cuenta mi madre que pensó: si supieras lo que me cuesta hacer que venga...
Pese a todo, aún guardo las fotos de aquella vez, con el trajecito y el misal.
Pues yo creo que a Román le gustaba hacer de monaguillo aunque nunca lo reconociera ante sus amigos... ;-)
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